SE HAN LLEVADO A MI SEÑOR

“Pero María estaba fuera llorando junto al sepulcro; y mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro; y vio a dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido puesto. Y le dijeron: Mujer, ¿por qué lloras? Les dijo: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”. Juan 20:11-13
El drama de María Magdalena llorando frente a la tumba de José ha dado lugar a un dicho popular mal aplicado: “llorar como una Magdalena”.
Pero su llanto no era simplemente de dolor por la pérdida de un ser querido; tampoco fue un llanto de tristeza, desesperanza o frustración. Lloraba con hondo desconsuelo por verse separada de quien -incluso ya muerto-, había llegado a ser lo más importante en su vida.
Jesús había rescatado a María del más hondo abismo de pecado en que podía caer un ser humano. Siete demonios habían dominado su vida (ver Marcos 16:9) y sin dudas la habían llevado a hacer cosas terribles. Pero el poder del Salvador la liberó de sus dominios y llegó a ser así una nueva criatura (2ª Corintios 5.17).
Ahora Jesús había muerto y las esperanzas de sus seguidores estaban hechas añicos. La mayoría corrió a ocultarse de la persecución que esperaban seguiría a su ejecución. No así la Magdalena, que no concebía verse separada de su Señor. Había depositado toda su fe, sus esperanzas y planes en Cristo, y ahora que había fallecido, necesitaba al menos saber donde se hallaría su cuerpo sin vida.
El motivo de su llanto, pues, era la separación de Jesús.
Su bendita presencia era vida y luz; infundía alegría y paz a su alma y llenaba de amor su corazón. Sin él todo era tinieblas y lobreguez de muerte.
¡Cómo no llorar su falta!
Perder de vista al Redentor no fue algo que solamente le aconteció a María Magdalena. La mayoría de los cristianos se encuentra en la misma situación, incluso sin reconocerlo.
¿Te ha pasado que has perdido de vista a Jesús?
¿Te has encontrado a veces desprovisto del gozo de su presencia que trae calma y reposo al alma?
Cuando ello sucede, y librados a nuestras propias fuerzas trabajamos para progresar materialmente o espiritualmente, teniendo como resultado solamente fracaso, pérdida y frustración, nuestro ser se llena de angustia.
Cuando las pruebas y las desilusiones del diario vivir minan nuestras fuerzas y falla nuestra fe... En esas desdichadas ocasiones, el desánimo, la depresión y la ira encuentran campo fértil en nuestra mente y nos separan todavía más del sosiego y la bienaventuranza del cielo.
¡Triste y cruel realidad!
Duele decirlo, pero esta orfandad es y ha sido el estado común de la iglesia de todos los tiempos. Ya hace mucho Elena White escribió:
¡Oh!, ¿por qué nuestros miembros de iglesia se hallan desprovistos de sus privilegios? No están personalmente conscientes en forma viva de su necesidad de la influencia del Espíritu de Dios. La iglesia puede decir como María: “Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”. Juan 20:13. (Manuscritos Selectos Tomo 3 pág. 214).
Cuando Cristo ascendió al cielo dejó como representante suyo al Espíritu Santo. El se encargaría de que por su intermedio sintiéramos la presencia constante de nuestro Señor. Estar desprovistos de su dulce compañía significa carecer de su Espíritu. Y la Biblia afirma categóricamente que “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9).
Felizmente, la historia del llanto de la Magdalena, no termina allí. El relato sagrado continúa con un dulce encuentro entre María y su amado maestro:
"Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré. Jesús le dijo: ¡María! Volviéndose ella, le dijo: ¡Raboni! (que quiere decir, Maestro). Jesús le dijo: No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Fue entonces María Magdalena para dar a los discípulos las nuevas de que había visto al Señor, y que él le había dicho estas cosas". Juan 20:15-18
Nuestro Salvador no está confinado a la tumba, ha resucitado, es -y seguirá siendo-, un poderoso auxiliador. Aunque ascendió al cielo, no se olvida de nosotros ni nos deja en el desamparo. Por medio de su Espíritu, se halla muy cerca de cada uno de sus hijos (aunque mas bien desea morar en nosotros).
  • Confiemos pues, andando por fe y no por vista. 
  • Animémonos con la esperanza de que nuestro Redentor vive y es poderoso para salvar. 
  • No dependamos de nuestras propias fuerzas para las luchas de la vida. 
  • Busquemos ser llenados con su Espíritu. 
Que sea también nuestra la convicción de Pablo: 
"¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir,  ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro". Romanos 8:35-39

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