TIEMPO DE LLORAR

"Por esta causa lloro; mis ojos, mis ojos fluyen aguas, porque se alejó de mí el consolador que dé reposo a mi alma; mis hijos son destruidos, porque el enemigo prevaleció". Lamentaciones 1:16
Se ha llamado injustamente a Jeremías "el profeta llorón", por textos como este. 
En realidad, él fue el profeta de la desgracia, porque le tocó amonestar a un pueblo impenitente. Debió contemplar además la inutilidad de sus esfuerzos para evitar la destrucción de Jerusalén y de sus habitantes bajo la espada de Babilonia. 
Vez tras vez sus amonestaciones fueron despreciadas, sus advertencias fueron desafiadas y sus llamados no tuvieron eco en tan duros corazones. Habrá sido muy doloroso para él ver a sus conciudadanos, amigos y familiares precipitarse deliberadamente hacia la ruina. 
¡Cómo no llorar la muerte de sus amados!
Mucho tiempo antes, otro profeta compartió los mismos sentimientos: "Por esto dije: Dejadme, lloraré amargamente; no os afanéis por consolarme de la destrucción de la hija de mi pueblo". Isaías 22:4
Jesús experimentó el mismo dolor de no poder hacer nada para salvar a Israel de la perdición, llorando sobre su ciudad amada con estas palabras: "¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!" Mateo 23:37.
La lección que se desprende de estos textos es que ha llegado el tiempo de llorar. 
Llorar por los que se apartaron de la fe, y tercamente resisten la voz del Espíritu hablando dulcemente al corazón.
Llorar por los extraviados, que han perdido el rumbo y vagan lastimándose a sí mismos y a otros, en ciega búsqueda de lo que el mundo no les puede dar.
Llorar por los  que nunca aceptarán el mensaje de salvación.
Llorar por las puertas que se cierran, por las almas que se pierden y por nuestros seres queridos que en el día final se hallarán del otro lado de las murallas áureas de la Nueva Jerusalén.
¡Cómo no llorar por esto!
Si todavía el pecado no ha apagado toda sensibilidad, si aún nos queda algo de amor por los demás, si de veras compartimos en algo los sentimientos de nuestro amante Dios; deberíamos llorar...
El Señor mismo lo ordena. Por medio del profeta Joel, nos dice:
"Tocad trompeta en Sion, proclamad ayuno, convocad asamblea. Reunid al pueblo, santificad la reunión... Entre la entrada y el altar lloren los sacerdotes ministros de Jehová, y digan: Perdona, oh Jehová, a tu pueblo, y no entregues al oprobio tu heredad... ¿Por qué han de decir entre los pueblos: Dónde está su Dios?" Joel 2:17
Mientras vivamos en este mundo dominado por el maligno, no faltarán razones para llorar. Pero no lloremos por nosotros mismos, sino por la espantosa desolación que le aguarda a este desprevenido mundo. 
Sintamos el dolor de ver perecer a la gente sin esperanza y sin Dios, cuando hay una gloriosa esperanza a punto de consumarse. Porque es precisamente lo que desprecian, aquello que los liberaría de su terrible suerte.
Los que soñamos los sueños de Dios, deberíamos también compartir la tristeza del cielo, y llorar con sus lágrimas por los perdidos.
Y aunque hoy nos toque llorar por los que no estarán allí, no por eso dejaremos de orar, luchar y esforzarnos hasta lo sumo por su salvación. Hasta el último minuto de nuestra existencia, tenemos el deber de ser sensibles ante tan terrible pérdida -que todo el cielo lamentará- y actuar en consecuencia.
Pero pronto, muy pronto, dejaremos de llorar. Jesús volverá y las glorias celestiales serán desplegadas ante nuestros ojos. Su justicia perfecta se hará evidente ante todo el universo y seremos consolados abundantemente. Todo rastro de mal desaparecerá y solo habrá una feliz eternidad.
La promesa es que Dios secará "toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá... más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron". Apocalipsis 21:4
Espero ese día. 

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